¿Les he dicho ya que me cago en la reina de Dinamarca, y con un ánimus iniuriandi del copón bendito?

Imagen elaborada mediante IA.

Una aproximación ética a la necrosis rotuliana

12/10/2025

Las civilizaciones mueren por la rodilla, como los caballos.

Janusz Pawel Wyrzykowski, autor de "La rótula como límite moral ilustrado

También les quiero decir que ningún proceso degenerativo ha gozado de tan inmerecido silencio como la necrosis rotuliana, esa dimisión tan anticipada como irrevocable de la rodilla que tanto nos cuesta aceptar a los cincuentones. Los gruesos manuales de medicina y traumatología que iluminan las noches de nuestros aspirantes a carpinteros biológicos, ansiosos por poder empezar su práctica del bricolaje óseo, la despachan en tres líneas; los traumatólogos titulares casi la susurran en sus diagnósticos, y los pacientes la confunden con un capricho del reuma.

Sin embargo, detrás de esa discreta desintegración ósea se oculta la rebelión del cuerpo contra la modernidad y la decadencia moral de nuestra atribulada sociedad occidental, que no sólo no se arrodilla ante nada, sino que vive indolentemente tumbada y anestesiada con series de Netflix en un sofá de IKEA, cojo también, porque sobraron al montarlo dos tornillos y una tuerca muy rara.

La rótula, ese humilde disco óseo tan poco valorado hasta que ya es tarde, condenado a sostener de por vida el teatro entero de la locomoción humana sin poder tomarse un momento de descanso, ha decidido presentar su dimisión irrevocable y dejarse morir. Privada de riego, de fe y de reconocimiento institucional, opta por morirse a su ritmo, convirtiéndose en la primera mártir heroica que no necesita ideología ni manifiesto para hacer su sacrificio: una vulgar resonancia magnética la sentencia.

Antes, los seres humanos nos arrodillábamos. No por sumisión, sino por cortesía biomecánica y por pura necesidad existencial: la rodilla cumplía su papel de sorprendente bisagra que sincronizaba a la perfección cuerpo y espíritu en humilde postración ante lo absoluto, que no era Dios, sino la idea misma de algo más grande que uno: el bien, la verdad, la justicia…

Hoy ya no nos arrodillamos, porque lo absoluto no existe. Occidente ha olvidado cómo doblar la rodilla y, como esos ejecutivos amortizados que saben que se les agradecen los servicios prestados pero ya no son necesarios y languidecen en sus lujosos y acristalados despachos hasta que deciden marcharse, nuestra rótula se entrega abnegada, sumisa y resignada a la necrosis que, finalmente, más que una enfermedad, resulta ser una evidencia biológica del colapso moral de Occidente.

Las venas y arterias por las que antes circulaban, en concupiscente ayuntamiento, valores, calcio y oxígeno, convicciones y sentido del deber, han mutado en un oscuro torrente de cafeína, alcohol, excusas e indolencia. Como resultado, el orgulloso ciudadano ya no necesita sincronizar nada, porque la vida espiritual —la que no se compra ni se vende— ha pasado a segundo o tercer plano, y la rodilla languidece. El ciudadano camina erguido y orgulloso, sí, pero sin fe, sin esperanza y sin valores. Su rótula, saturada de ironía y colesterol, se niega a seguir sosteniendo un cuerpo que ya solo se arrodilla ante el Black Friday.

Y mientras escribo estas líneas, oigo el crujido y siento en mi rodilla derecha un leve hormigueo. Quizá sea la rótula preparando su carta de dimisión, cansada de sostener tanto diagnóstico metafórico. O quizá solo sea hipocondría…