Kaja Kallas, la Juana de Arco —la patética Juana de Arco, digamos mejor— de la Marca Báltica del imperio, no quiso quedarse en el catecismo de las sanciones ni en la letanía de la derrota militar, objetivos legítimos en la legítima guerra de defensa que libra Ucrania. Eso lo deja para los grises burócratas que gastan sus carísimos y brillantes zapatos, bien cargados de betún, pateando los pasillos acristalados de Bruselas. Ella necesitaba un salto, una revelación, algo épico y místico. Por eso, cuando aún era la primera ministra estonia, anunció en el Parlamento Europeo, con la serenidad rutinaria de quien pide para desayunar un café con tres porras (y la del centro si no se la ha comido nadie ya), que “Russia’s defeat is not a bad thing, because then there could be really a change in society. There are many different nations that are right now part of Russia. If you would have more small nations, it’s not a bad thing, if the big power is much smaller”. (Ver Fuente) Y así, como si le estuviese dando a su prima la receta del arroz con leche de la tía Ana, decretó la desaparición de Rusia como nación, la reducción de una de las naciones que más ha aportado al acervo cultural, artístico y científico de Occidente a un mosaico de miniaturas, a una caja de patrias de juguete, poco más o menos tan patéticas como la suya propia.
La diva Kallas —la Callas que no canta arias, sino anatemas— trae a la Europa que se concibió para conjurar los demonios del nacionalismo excluyente precisamente la música cacofónica de dicho nacionalismo. Porque Kallas no habla como diplomática, sino como sacerdotisa tribal: para que su nación exista con plenitud, la ajena debe disolverse en su marmita. Y Bruselas, en un arrebato de hipnosis, aturdida quizás por las miradas de sus mil cabezas de hidra, la ha nombrado su voz oficial. Rusia, por tanto, cuando oye los cánticos de la diva Kallas oye a Europa entera. Y lo que oye es que Europa sueña con hacerla desaparecer, que es lo que implica dividirla.
Mientras tanto, en Gaza, la misma Kallas cambia la tonalidad de sus cánticos y se reviste de contable meticulosa, y con su traje gris de corte impecable y una sutil, casi imperceptible cuadrícula blanca, enumera paquetes de ayuda, lamenta la falta de unidad y declara que lo “indefendible” es… indefendible. Y ahí se queda. Claro, no tenemos más remedio que acordarnos de Borrell que, a pesar de algunas de sus torpezas, fue mucho más allá y habló de periodistas asesinados con premeditación, de bombas europeas cayendo sobre civiles, de crímenes contra la humanidad y de complicidad moral. Donde Borrell señalaba y acusaba, Kallas administra y pone expedientes encima.
Pero en Ucrania, la diva vuelve al do mayor dramático y percusivo del “¡guerra, guerra, guerra!” de los sacerdotes de Aida: nuestra Juana de Arco de juguete levanta la espada verbal y proclama cruzada contra toda Rusia. El contraste es obsceno: en Gaza, donde la ONU y la Corte Internacional de Justicia han advertido ya de riesgo de genocidio y crímenes de lesa humanidad, la diva estonia canta aburridos informes y obviedades. Efectivamente, en Ucrania, donde hablamos de una guerra convencional con víctimas civiles, sí, como las tuvieron Hiroshima y Dresde, cuando los aliados, los “buenos”, buscamos deliberadamente multiplicar las víctimas civiles, se lanza a excomulgar a una nación entera.
Y yo, pobre de mí, solo, abbandonato, in questo popoloso deserto che appellano Madrid, rusófilo, pero también convencido patriota europeo y español, escribo estas líneas con la contradicción cargada sobre mis hombros. Creo —sé, en realidad— que Rusia es Europa, aunque no pueda ni deba formar parte de la UE por razones geográficas, económicas y políticas, y que antes que arrodillarnos ante Washington o atender a un Reino Unido que a estas alturas ya no es más que una caricatura de sí mismo, deberíamos tender la mano a Moscú. En un mundo multipolar, nuestra dignidad consiste en ser sujetos propios, no en ser apéndices de nadie. China se convierte en socio inevitable; Estados Unidos, en tutor impertinente que no duda en atizarte con la regla de madera si no vas por la senda que te marca; y Europa, si quiere ser algo, debe afirmarse en sí misma con Rusia como realidad constitutiva, no como enemigo esencial. La rusofobia que canta la diva estonia no es rusofobia en realidad, sino eurofobia, porque Rusia, sencillamente, es Europa por derecho propio.
Con esto no pretendo absolver a Vladimir Putin. Es un autócrata que coquetea con Orbán y Le Pen, que ha financiado a lo peor de cada país europeo con la finalidad indisimulada de desestabilizar la Unión, y que busca exportar su modelo ultraconservador y fracturar Europa. Pero Putin no es Rusia, como Franco no fue España. Tratar a toda una nación como responsable de lo que hacen aquellos de sus gobernantes que no han sido elegidos, o que lo han sido en condiciones de fraude, es un error que hemos cometido ya varias veces, y es el error al que nuestra diva, ahora transmutada en flautista de Hamelín, quiere conducirnos con su desagradable musiquilla de chundarata. No permitamos que Kallas cambie el jardín liberal, abierto e integrador de la Unión Europea en un bosque embrujado de nacionalismo excluyente que ya no será la Unión Europea, sino una confederación de patrias que, cuando apacigüen de una forma u otra al majestuoso oso, acabarán enfrentándose entre sí, que es, curiosamente, el objetivo de Putin.
Lo que digo y proclamo, al objeto de que se sepa y no se dude de ello, hoy, 27 de septiembre de 2025, sobre las 14:47 de la tarde. Y me voy a preparar unas migas para comer.