Hablábamos ayer con unos amigos sobre posibles dirigentes para la izquierda española, y alguien mostró un vídeo de uno de ellos pronunciando un brillante y vibrante discurso parlamentario. Mi amigo se preguntaba si, a pesar de los reparos que pudiéramos tener, sería el mirlo blanco que necesitamos. Terminó la conversación, que tuvo lugar en un grupo de WhatsApp, pero me dejó reflexionando sobre si realmente necesitamos un mirlo blanco. Y concluí que no. Ni lo necesitamos ni lo queremos.
Nuestra democracia está amenazada, y las amenazas son reales, no meramente académicas. Hoy mismo, en Madrid, están reunidos los caudillos de algunos de los partidos herederos de Hitler, Mussolini y Franco, y hablan abiertamente de destruir la Unión Europea y sus logros. Logros que, esencialmente, han llevado a nuestros países a décadas de paz, prosperidad y democracia. Justo en el momento en que deberíamos consolidar estos avances y reformar la Unión para convertirla en una democracia más real, surgen partidos que plantean destruirla, recortar la democracia, desmantelar el estado del bienestar y regresar a un modelo de Estados nación enfrentados entre sí por intereses mezquinos, el mismo modelo que causó al menos tres grandes guerras en Europa en los siglos XIX y XX.
Esos partidos suman nada menos que 19 millones de votos en el continente y, a diferencia de lo que ocurrió en los años treinta del siglo pasado, cuentan con el apoyo de Estados Unidos y, con menos convicción y por razones que parecen meramente oportunistas, de Rusia.
Los mirlos blancos tienen, sin duda, una virtud: con sus electrizantes discursos nos inflaman y nos provocan una satisfacción extrema al confirmar nuestras propias convicciones. Nos hacen sentir que nuestra secta es la portadora de la verdad y la defensora del bien, mientras que las otras sectas que siguen a otros mirlos blancos (que nosotros tendemos a ver más bien como cuervos negros) estánen la frontera del oprobio político, cuando no sumidos en él. Los mirlos blancos convierten la política en una tertulia de taberna disfrazada de lucha épica y heroica.
¿Podemos conjurar la amenaza existencial que pesa sobre Europa, su democracia y sus valores con mirlos blancos? Creo que no.
A mí, más que los mirlos blancos, me interesan los humildes y grises gorrioncillos: menos brillantes, sin duda, pero con principios más sólidos y profundos. Líderes que no lleven a sus seguidores al paroxismo, que no hablen para las redes sociales, que no conviertan la política en un espectáculo donde gana quien tiene la ocurrencia más sonora y cosecha más aplausos. Líderes que trabajen en la sombra, grises, sin destacar, porque es en la discreción donde pueden alcanzarse los grandes acuerdos que protegen a las mayorías sociales. Líderes que busquen lo que Europa y los europeos necesitamos ahora: un acuerdo transversal que atraviese a toda la sociedad, de izquierda a derecha, para defender nuestros valores, nuestras democracias y nuestras instituciones comunes.
La Unión Europea fue construida conjuntamente por socialdemócratas y conservadores y, en menor medida, por verdes, liberales y, sí, también comunistas, porque no se puede entender la democracia en España, Francia o Italia sin la contribución de los comunistas. Sólo un gran pacto entre todas estas familias políticas —o al menos entre conservadores y socialdemócratas— puede defender y preservar la Unión frente a la amenaza que se cierne sobre ella.
Y esa defensa solo puede hacerse de una manera: relegando a los márgenes del poder político a las bandadas de buitres que hoy se reúnen en Madrid y a algunos otros que no han acudido por razones diversas. Ese gran acuerdo no es tarea de mirlos blancos, sino de humildes y discretos gorriones grises.