Los antepasados son importantes. Los llevamos puestos, como la chaqueta. Somos lo que queda de ellos. Pero los profesores son gente muy importante y, últimamente, muy poco valorada. En especial, los buenos profesores. Yo puedo decir sin temor a equivocarme que soy el que soy gracias a tres profesores que han influido mucho en quién soy y en cómo me enfrento al mundo. Los tres, de un colegio privado, por cierto: Nuestra Señora de las Maravillas, de La Salle, en Madrid. Les hablaré estos días acerca de esos tres profesores.
El más importante para mí fue don Daniel. Don Daniel nos daba clases de literatura. A primera vista, don Daniel parecía un tipo gris. Llevaba siempre chaquetas de punto y pocas veces se ponía corbata. Tenía una barba negra algo canosa, larga, pero bien recortada. Era profesor de literatura, pero no sólo nos enseñaba literatura como la contemplación de algo ya hecho, sino que también nos animaba a escribir. Nos animaba, porque a escribir ya nos había enseñado don Marciano unos años antes, cuya frase favorita era que “si sabes lo que quieres decir, escribirlo es sencillísimo: sujeto, verbo, predicado y punto final”.
Un día descubrimos que él mismo escribía sonetos, y aquello se comentó mucho en el cole, aunque nunca pudimos leerlos. Desde entonces empecé a mirarle con otros ojos, porque yo escribía romances, pero los escondía. Hacíamos muchos comentarios de texto con él, pero valoraba especialmente el carácter abierto y creativo del comentario, y no tanto el formal, no buscaba sólo que siguiéramos unas pautas y respetáramos un guion, que también, sino que esperaba que escribiéramos algo original sobre los textos que comentábamos.
Don Daniel pretendía que la literatura nos interesara desde los dos lados, desde el del lector, pero también desde el que escribe. Nos animaba a que escribiéramos todo lo que se nos pasara por la cabeza, que no lo reprimiéramos, en especial aquello que nos pareciera más disparatado, porque eso era precisamente lo que tenía valor: ser algo único, algo que sólo podíamos escribir nosotros, no lo que podía escribir cualquier otra persona.
Un día lo expresó de manera meridianamente clara. Le estoy viendo sentado en la mesa, sobre la tarima, con la pizarra a sus espaldas, y mirándonos tras sus gafas de cristales anchos levemente oscurecidos, diciendo: “si lo tienes en la cabeza, escríbelo”. Y eso es lo que empecé a hacer desde entonces. Y aquí me tienen, dándoles la brasa por culpa de don Daniel.
Gracias a don Daniel llevo tres décadas escribiendo compulsivamente. Escribo muchas tonterías que se quedan guardadas en una carpeta de mi ordenador. Pero también escribo las cosas para entenderlas. Obligarme a darle forma física a la realidad, cómo un texto coherente, me ayuda a entenderla, pero, sobre todo, escribo para decir lo que pienso, y siguiendo sus consejos, no me planteo tanto si al lector le interesará saber lo que pienso yo sobre las cosas, como si a mí me interesa decirlo. Y me interesa.
Don Daniel fue un tipo importante para mí. Me acuerdo de él frecuentemente, en especial, cuando tengo dudas de si apretar o no el botón de publicar.
Ahora mismo, me estoy acordando de él.